Una vez más, me admiraba el cariño que los musulmanes tienen a los gatos: correteaban a sus anchas en las mezquitas, no invalidaban la oración aunque pasaran frente a los piadosos o los rozaran durante las plegarias y, según la tradición islámica, un fiel podía realizar sus abluciones con el agua de un cuenco en el que hubiera bebido un gato, mientras que si había bebido de él un animal como el perro, debía lavarse el recipiente siete veces, la primera con tierra.
Jordi Esteva Socotra, la isla de los genios. Vilaür: Atalanta, 2011, pàg. 52.