Por eso me gustaba recluirme en casa, donde estaba a salvo de envidias y rencores. Las casas de mi familia eran grandes y destartaladas casas de labranza, con hondos zaguanes abovedados y con piso de piedra cruda por donde pasaban ruidosamente las caballerías hacia el corral, donde estaba la cuadra. En la penumbra de los desvanes se guardaba el grano, y extendidos sobre el suelo se conservaban calabazas, melones, camuesas, membrillos, de modo que aquellos lugares, con sus buenos aromas, estaban hechos como a propósito para acoger la soledad de un niño. Allí me sentía seguro, porque estaba en casa pero a la vez estaba a salvo de la familia y de los deberes familiares. Doblemente seguro pues.
La ensoñación de un lugar secreto, de un refugio, siempre me ha subyugado. [...]
Y entretanto el lector, como los personajes en el seguro de una cueva o de un cerco de estacas, encuentra su refugio en el libro. Esconderte en un libro, en el cálido cubil de las palabras, eso es lo que has hecho tantas veces, como de niño en los desvanes.
Luis Landero El balcón en invierno. Barcelona: Tusquets, 2014, pàg. 222-223.